El mar dispone

17 junio, 2020

“TODA BUENA HISTORIA COMIENZA EN EL MAR”
CHANCLA DE PERRO // LAS BARRANCAS, VER.
Publicado en Food & Wine en Español, Junio 2020

“Toda buena historia comienza en el mar”, decía mi abuelo, el viejo don Carmelo Zaletas. Ésta inicia el miércoles más caluroso que se registró en Veracruz desde que comenzó la cuarentena. Fueron 39 °C grados a la sombra, sensación térmica de 42, en un recorrido de 51 minutos desde el Puerto de Veracruz hasta Las Barrancas, en el Municipio de Alvarado, una manta con la advertencia: ‘Playa cerrada. COVID-19. Quédate en casa’, abre el camino a mi destino.

La brisa colándose por la ventana de mi camioneta y el cantar de las olas del mar, me anunciaron que había llegado. Casitas de colores y pisos de tierra yacían esparcidas entre palmeras y árboles frutales. Los viejos recostados en hamacas, los niños jugando descalzos y el mar en calma.


Las Barrancas es un pueblo de pescadores, donde al menos tres de cada cuatro familias tienen su oficio en el mar. Hasta hace poco más de cuatro años, se comercializaban menos de 30 especies de pesca marina proveniente de Veracruz. Al inicio de 2020, sólo Las Barrancas enviaba a 16 estados del país y a 115 restaurantes un poco más de 90 especies distintas del que, a decir de los locales, era el mejor pescado veracruzano.

Cuando llegué, Yolanda García —‘Yoli’— cocinaba un cochino (pez ballesta) para hacerlo en minilla; palmeaba tortillas y atendía la tienda de abarrotes cada que sonaba el timbre. Heriberto Reyes, su esposo desde hace 25 años, me esperaba para platicar. Heriberto es pescador de cuarta generación, también es padre de dos hijos, abuelo de un nieto y timonel de un grupo de 40 hombres de mar, una tripulación que hasta el día de mi visita contaba más de 50 días sin salir a pescar a consecuencia de la contingencia.


LA SILENCIOSA REALIDAD
A finales de abril y principios de mayo, cuando las condiciones climatológicas no son óptimas para la producción pesquera, la corta playa de Las Barrancas se llena de turistas. Una actividad es refuerzo de la otra y para la mayoría de los habitantes del pequeño pueblo, estos eran meses de temporada alta. Este año, cuando el acceso se limitó a lugareños y conocidos, la playa quedó vacía y un silencio profundo inundó la tierra, sólo interrumpido por el murmullo del mar y el gorgorito de los pájaros.

“Nos enteramos por los medios de comunicación, en la tele y la radio no paraban de hablar del COVID-19”, recuerda Heriberto. El 18 de marzo, Heriberto recibió una llamada de Erik Guerrero, líder del proyecto Nuestra Pesca en el que participa junto a 39 pescadores más, “me dijo que íbamos a parar de pescar porque la cosa estaba muy dura con lo del virus y los restaurantes estaban cerrando”, añade Heriberto entre los últimos bocados del desayuno.

A pesar de que en el pueblo no había casos confirmados de COVID-19, la inactividad laboral provocada por la pandemia era alarmante y aturdidora. La pesca era el principal motor económico en Las Barrancas, las tibias aguas de esta costa veracruzana estaban repletas de rubias, bonitos, jureles, villajaibas, cojinudas y ballestas, entre otro centenar de especies marinas. Este paradisíaco lugar era considerado por locales y foráneos una de las zonas de pesca más fértiles en el Golfo de México y su producto había inspirado, al menos en los últimos tres años, a una industria gastronómica cada vez más exigente en calidad y diversidad.

La creciente preocupación por el COVID-19 y la incertidumbre con la que vivía día a día la industria restaurantera, provocó un corte abrupto en la comercialización de pescado y dejó a cientos de hogares sin un ingreso estable. “Eventualmente sale una lancha, o salen dos, traen pescado para consumo propio y el resto lo tratamos de colocar en las rancherías vecinas”, me dijo en voz baja Heriberto.

Desde el inicio de la cuarentena, el precio del pescado cayó semana tras semana hasta llegar a valer menos que un par de rollos de papel higiénico. Con los restaurantes cerrados y la falta de clientes en los mercados de pescadería salir a pescar, para la mayoría, dejó de ser rentable.

EMPEZAR DE CERO
Heriberto es la epopeya del pescador: playera, short, chanclas y sombrero. El desenfado en su andar y su sonrisa jacarandosa me hicieron olvidar, por momentos, la situación. ”Aquí nadie se va a morir de hambre, y tampoco permitiremos que allá en la ciudad se pierda todo. Nos toca empezar de cero. Juntos”, sentenció mi anfitrión antes de llegar a la casa de José Alberto Reyes, su primo y colega de mar.

José Alberto tiene 29 años, de los cuales ha pasado tres cuartas partes pescando. Es padre de Génesis, de dos años, una niña tímida que escondía el rostro detrás de su padre cada vez que intentaba tomarle una fotografía, una timidez tal vez heredada de su padre. José Alberto trataba de esconder su nerviosismo, entrecruzando los dedos de las manos cada que le hacía una pregunta. Se relajó como a la quinta, cuando le cuestioné sobre cómo es la vida en el mar.

Alzó la mirada, sonrió y dejó de tintinear la pierna izquierda. Se quedó callado un par de segundos, como quien escarba en su memoria buscando recuerdos que añora. “La vida en el mar es dura”, me dijo mientras llevaba las manos a la cara y recorría su cabeza hasta llegar a la nuca. “La alarma suena temprano en la madrugada. Te levantas y te echas agua en la cara. Hay que acarrear hacia la lancha hielo, gasolina, tanzas, carnada, salvavidas y demás equipo. Regresamos a casa a buscar el lonche para aguantar y nos vamos. Eso sólo es el principio. Dentro del mar te enfrentas a vientos del sur, del este, a trifulcas (vientos huracanados con rachas de 80 a 90 km/h) que no están anunciadas, al infierno del sol o al frío de la noche. Y encima de todo tienes que esperar a que el mar te deje encontrar pesca. Pero te digo otra cosa, no hay nada más bonito que estar allá adentro, no hay nada más bonito que el mar”, me aseguró esbozando una pequeña y cálida sonrisa.


Heriberto me llevó a la playa. Se quitó las chanclas y caminó descalzo con la arena entre sus dedos. En esos pequeños instantes su compañía me parecía increíblemente apacible. Una pequeña ola reventó juguetona entre nuestros pies dejando a su paso una estela de espuma y sal. “Conocí a mi mujer en esta playa. Ella jugaba beisbol y era la mejor del equipo. Nos juntamos un año después. No teníamos nada más que un montón de sueños. El mar nos sacó adelante”, me dijo Heriberto. “Pronto volveremos a navegar, y el mar nos estará esperando. Él sabe que lo cuidamos, y por eso nos ayudará a salir de esta.”

Ese día salieron dos lanchas a pescar, se les había hecho tarde y regresarían hasta el día siguiente. Un par de restaurantes reactivaron sus actividades tras casi dos meses en la pasividad; seis hombres tendrían que pasar la noche a la espera de conseguir pescado suficiente para cumplir la encomienda.


EL MAR, SABOR A ESPERANZA
En poco más de una hora, Heriberto me condujo por todos los rincones del pueblo macondesco. Esta era tierra de héroes y personajes épicos, de gigantes frutales y pregoneros voladores que cantan como sirenas. Era la tierra donde el mar es padre, madre, amigo y confidente.

Regresamos a casa de Heriberto, a lo lejos los pelícanos y gaviotas se daban un festín en picada sobre la manjúa. No me cabía duda de que el mar provee a todos sin distinción.

Cuando llegamos, Yoli abrió un envoltorio de papel aluminio que me llevó de regreso a las comidas en la casa de mis abuelos, el aromático guiso me transportó para revivirlo. Era una cojinuda asada con hoja de plátano y acuyo: un carnaval de color y aroma. El arroz blanco hacía juego y el vapor de las tortillas recién salidas del comal me invitaban a la pachanga. Fue bárbaro. Mi abuelo decía que el primer bocado siempre es el mejor, pero esta vez, cada uno era más jugoso y apetecible que el anterior.

Todo era perfecto. Comiendo bajo un árbol de nanche que nos llovía con un millón de flores amarillas, anunciando que este año vendría cargado de frutos. Las risas de mis anfitriones me llenaron de regocijo, más por la felicidad que emanaba de ellas que por la anécdota que las provocaban. No sé cuánto tiempo estuvimos así, minutos o quizá horas; el tiempo dejó de correr en ese escondido rinconcito del mundo.

Me despedí pero no tenía ganas de irme. En aquel lugar mi alma se volvió a sentir libre y mi corazón valiente. Al arrancar la camioneta y dar marcha de vuelta a casa, un mutismo flagrante me invitó a prestar atención y escuchar al gigante azul. Todo estaría bien, aunque diferente, en el mar está la esperanza.

 

Fotografía y Texto por Eddie Zaletas